La figura de Perelman era algo desgarbada. Observado
desde atrás daba la impresión de un hombre alto flexionado sobre su
propio tronco, como si algo de él le
atrajera sobre sí mismo, quizá como si
el peso de la tristeza y la vacuidad interior le impulsaran hacia adelante
dejando en ridículo a la fuerza de la gravedad.
Entró despacio en su cubículo, su despacho, dotado de esa
especie de desorden que le hacía atractivo. La luz era tenue, la silla
confortable -un símil de cuero bastante agradable- y la mesa forrada en una
simulación de madera y llena de libros y útiles de escribir que ocupaban
un orden caótico y preciso a la vez.
Tras él una colección de estanterías en madera de pino atiborradas de libros,
ordenados pero con pequeños conatos de rebelión en algunos estantes, donde
tomos despistados intentaban propulsarse
hacia fuera, ansiosos por escapar de ese abecedario inmenso e inquieto.
La sombra de su cuerpo se proyectaba
sobre la mesa una vez se sentó.
Sus pupilas recorrieron los márgenes de esa sombra temblorosa, mientras
instintivamente colocaba el atril en la mejor posición, aquella en la que el
brillo de la luz al impactar sobre el papel resultara lo menos molesta para el
estudio.
Hacía al menos una semana que el ritual
se repetía. Desde la subida apesadumbrada por la escalera, como llevando un peso muerto en los brazos hasta la
colocación del atril una vez sentado a la mesa. No obstante, Perelman estaba
infectado por un agente silencioso y letal que le atravesaba las entrañas y le
impedía avanzar más allá del ritual diario.
La sensación era difícilmente descriptible, un
sabor interno a pestilencia mezclada con avidez por la huída. Una especie de
vacío en la zona del pecho, que a ratos dejaba paso a cierta constricción, como si una mano se hundiera tras su esternón
para recordarle lo frágil y lamentable de su condición humana. La sensación, en
definitiva, de que el mundo se reía de él y le escupía desde lo alto, al tiempo que temía levantar la cara y que aquel escupitajo le cayera en plenos
ojos, unos ojos que un día más deseaba no tener abiertos.
Lo tenía todo para ser feliz se decía. Aquella familia era hermosa
y, al menos vista desde fuera, envidiada
por muchos. Un trabajo absorbente pero que le permitía progresar, aunque fuera
a ratos, en sus aventuras y devaneos con la ciencia. Una casa acogedora y,
sobre todo, plagada de libros, demasiados, tantos que el miedo a morir sin
leerlos había dejado paso a la más completa de las certezas.
Pese
a ello, aquella mano seguía
allí, hurgando tras sus huesos en el pecho, casi rozando sus vasos más nobles,
respetando la aorta como por casualidad. Algo dentro de él tenía cierta
capacidad de control sobre esa mano desgarradora, y ese “algo” dentro de él la
mantenía a raya cada noche.
Su
mente volaba hacia ese esperpento que le controlaba, mientras instintivamente
recorría el borde su sombra proyectada
sobre la mesa. Las dos pequeñas figuras de sus hijos sobre el marco a la
izquierda del atril eran en cierto modo una prolongación que le mantenía a
salvo, la fuerza invisible que evitaba que la mano lo destrozara todo en su
pecho.
Una
vez más entornó los ojos, atenuó la luz
del flexo irreverente, y se encorvó aún más sobre la mesa plagada de libros y
papeles. Una vez más, Perelman decidió que aquella noche seguiría con los pies sobre el frío
suelo del despacho, conteniendo, con la ayuda de la fotografía, a aquella mano
inmisericorde y deseable a la vez.
Notó el frío en los pies, la sangre subiendo tibia hacia sus
sienes y el pequeño resplandor proyectándose sobre el marco y el atril.
Los
miró a los ojos, los ojos más hermosos
que jamás hubiera podido imaginar, y decidió seguir adelante.
No
era ni sería feliz, pero
aquellos ojos bien valían el frío de los pies, el ardor en la cabeza, los llantos
a escondidas y la inmensa soledad que le envolvía eternamente.
Adelante...se dijo. Una lágrima cayó de sus ojos y comenzó la
espantosa lucha con los párrafos y los libros manoseados.
Adelante...