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miércoles, 23 de diciembre de 2015

Perelman



            La figura  de Perelman era algo desgarbada. Observado desde atrás daba la impresión de un hombre alto flexionado sobre su propio tronco,  como si algo de él le atrajera  sobre sí mismo, quizá como si el peso de la tristeza y la vacuidad interior le impulsaran hacia adelante dejando en ridículo a la fuerza de la gravedad.
            Entró despacio en su cubículo, su despacho, dotado de esa especie de desorden que le hacía atractivo. La luz era tenue, la silla confortable -un símil de cuero bastante agradable- y la mesa forrada en una simulación de madera y llena de libros y útiles de escribir que ocupaban un  orden caótico y preciso a la vez. Tras él una colección de estanterías en madera de pino atiborradas de libros, ordenados pero con pequeños conatos de rebelión en algunos estantes, donde tomos despistados  intentaban propulsarse hacia fuera, ansiosos por escapar de ese abecedario inmenso e inquieto.
            La sombra de su cuerpo se proyectaba sobre la mesa una vez se sentó. Sus pupilas recorrieron los márgenes de esa sombra temblorosa, mientras instintivamente colocaba el atril en la mejor posición, aquella en la que el brillo de la luz al impactar sobre el papel resultara lo menos molesta para el estudio.
Hacía al menos una semana que el ritual se repetía. Desde la subida apesadumbrada por la escalera, como llevando  un peso muerto en los brazos hasta la colocación del atril una vez sentado a la mesa. No obstante, Perelman estaba infectado por un agente silencioso y letal que le atravesaba las entrañas y le impedía avanzar más allá del ritual diario.
            La sensación era difícilmente descriptible, un sabor interno a pestilencia mezclada con avidez por la huída. Una especie de vacío en la zona del pecho, que a ratos dejaba paso a cierta constricción,  como si una mano se hundiera tras su esternón para recordarle lo frágil y lamentable de su condición humana. La sensación, en definitiva, de que el mundo se reía de él y le escupía desde lo alto, al  tiempo que temía levantar la cara  y que aquel escupitajo le cayera en plenos ojos, unos ojos que un día más deseaba no tener abiertos.
            Lo tenía todo para ser feliz se decía. Aquella familia era hermosa y, al menos vista desde fuera,  envidiada por muchos. Un trabajo absorbente pero que le permitía progresar, aunque fuera a ratos, en sus aventuras y devaneos con la ciencia. Una casa acogedora y, sobre todo, plagada de libros, demasiados, tantos que el miedo a morir sin leerlos había dejado paso a la más completa de las certezas.
Pese a ello, aquella mano seguía allí, hurgando tras sus huesos en el pecho, casi rozando sus vasos más nobles, respetando la aorta como por casualidad. Algo dentro de él tenía cierta capacidad de control sobre esa mano desgarradora, y ese “algo” dentro de él la mantenía a raya cada noche.
Su mente volaba hacia ese esperpento que le controlaba, mientras instintivamente recorría el borde su sombra proyectada sobre la mesa. Las dos pequeñas figuras de sus hijos sobre el marco a la izquierda del atril eran en cierto modo una prolongación que le mantenía a salvo, la fuerza invisible que evitaba que la mano lo destrozara todo en su pecho.
Una vez más entornó los ojos, atenuó la luz del flexo irreverente, y se encorvó aún más sobre la mesa plagada de libros y papeles. Una vez más, Perelman decidió que aquella  noche seguiría con los pies sobre el frío suelo del despacho, conteniendo, con la ayuda de la fotografía, a aquella mano inmisericorde y deseable a la vez.
            Notó el frío en los pies, la sangre subiendo tibia hacia sus sienes y el pequeño resplandor proyectándose sobre el marco y el atril.
Los miró a los ojos, los ojos más hermosos que jamás hubiera podido imaginar, y decidió seguir adelante.
No era ni sería feliz, pero aquellos ojos bien valían el frío de los pies, el ardor en la cabeza, los llantos a escondidas y la inmensa soledad que le envolvía eternamente.
            Adelante...se dijo. Una lágrima cayó de sus ojos y comenzó la espantosa lucha con los párrafos y los libros manoseados.
            Adelante...