Algeciras, 3,24 de la madrugada. Por fin he escrito el último capítulo, quizá el más duro (aunque nunca pensé que fuera así). Os dejo los agradecimientos de mi tesis, me apetece compartirlos con vosotros.
AGRADECIMIENTOS
Cuando comencé este
trabajo de tesis leí algunos manuales básicos sobre metodología de elaboración
de trabajos de doctorado. Cada uno hacía su especial énfasis en la dificultad
mayor de éste o aquél apartado, y como conclusión además de aprender bastante
de ellos he de decir en este párrafo inicial que ninguno acertó conmigo: la
parte más difícil (aunque las más agradable por cierto) ha sido la de dar las
gracias. Dar las gracias es un acto de justicia, pero requiere de esa memoria
que en su endeblez puede ser traicionera y desleal, espero que aquellos a los
que no cito no lo interpreten como desapego, quizá es que son demasiados, o yo
demasiado agradecido (creo que esto último es menos probable…).
Este trabajo de tesis
doctoral no habría sido posible sin la exquisita colaboración de los directores
de tesis del mismo. Quiero agradecer desde estas páginas al Dr. D. Emilio Moreno
Millán su continuo apoyo, las muy acertadas orientaciones, y la nada fácil
tarea que ha tenido al evitar que me derrumbe en las múltiples vicisitudes que
han ocurrido durante la escritura de esta tesis. Gracias a él me introduje en
este mundo que ronda la gestión aderezada con la clínica y la epidemiología,
adquiriendo, por su forma de presentarme las evidencias, un modo más integral y
enriquecedor de la práctica médica y en especial, de su vertiente
investigadora. Es difícil que estas breves palabras puedan mostrar todo el agradecimiento que siento por él, en lo que
respecta a este trabajo y, por supuesto, en lo personal.
En todo momento he
contado con la ayuda, de magnitud indescriptible, del Dr. D. Indalecio Sánchez-Montesinos
García quien además de suponer un elemento de ánimo e inspiración continua, ha
facilitado toda la parte burocrática, formal y metodológica del presente
trabajo, al tiempo que ha revisado el
manuscrito y hecho valiosísimas aportaciones al mismo. Hace muchos años
alguien me dijo que un “profesor” enseñaba determinados contenidos, mientras
que un “maestro” era aquel que enseñaba para la vida. Desde que asistí a las
clases de D. Indalecio en primero de carrera me he honrado de disfrutar de su
amistad y ha sido un modelo a imitar, aunque quizá esta dedicatoria sea la
primera noticia que él tenga de ello. Hoy, uno de los motivos de mayor satisfacción
al presentar este trabajo, es “devolver” en cierto modo toda aquella
honestidad, caballerosidad y buen hacer que
me imbuyó, aunque haya sido con resultados a veces dispares.
Sería interminable la
lista de personas a las que agradecer su colaboración en este trabajo. Salvador
Peirò Moreno, quien sin conocer siquiera mi cara y a través del correo
electrónico, mensajería (su adorado Skype), no dudó un momento en aclarar
cuantas dudas le planteé desde la inicial
frialdad de una dirección de correo. He aprendido mucho de él, de sus trabajos
y de sus consejos, pero sobre todo he aprendido dos cosas: que el camino
trazado por otros es fuente indudable de conocimiento y experiencia a
aprovechar, y que la generosidad de alguien a quien no se conoce personalmente
puede ser muy superior a la de otros con los que uno se roza día a día en los
pasillos.
Quiero también dar las
gracias al Dr. D. Jesús Torío Durántez quien como director “oficioso” se ha
brindado siempre a ayudarme especialmente con mi estilo “farragoso” de
escritura y aportándome sus sabios consejos. Si hay un ejemplo en mi vida de
cómo se puede llegar a querer a otro “maestro” duro, serio, pero a la vez el
mejor de los amigos cuando ha hecho
falta, ése es el de Jesús, alguien con la misma capacidad para redactar con
excelencia un manuscrito científico que para hacer el mejor Belén de la
provincia. Gracias Jesús.
Por último en este
apartado de dedicatorias en relación directa con el manuscrito, quiero
agradecer la excepcional actitud y generosidad del Dr. D. Manuel Ruiz Bailén,
quien corrigió el material realizando aportaciones de mucha valía, me animó de
una forma que seguramente él ignora (pues en tanta estima le tengo que cada “OK”
suyo era un empujón hacia el final del trabajo). Es otro claro ejemplo de
médico y científico al que, sin tampoco conocer la cara, no ha dudado en leer,
corregir, sugerir y en definitiva apoyarme, y por lo que estoy en perpetua
deuda con él. En el aspecto técnico de
esta tesis seguro me dejo en el tintero a mucha gente, que espero sepan
disculparme, pero la lista sería sin lugar a dudas, interminable.
No obstante, el
territorio del “tesista” está revestido y rodeado de una red de personas que
hacen que, día a día, la tarea sea sostenible y soportable, por ello quiero en
este apartado mostrar mi agradecimiento a quienes en lo personal, han hecho
posible este trabajo. Van al final, y no por ser menos, sino por quedarme tranquilo en que no me ha de faltar espacio
para tanto como les debo.
Maru, mi mujer, ha sido
paciente y abnegada con esta actividad mía de tesista que tanto tiempo le ha
robado y que no sé si alguna vez podré recompensarle. Sé que pese a los
esfuerzos que este trabajo nos ha impuesto a todos como familia, a tantos ratos
sustraídos a la pareja, la única queja que me ha brindado siempre ha sido la de
mis desorganización –de todos conocida- y, por lo demás, ha sido fuente e
inspiración para cada una de estas líneas. Espero que esta extraña forma mía de
demostrarle amor (¡qué raro se hace decirle a alguien que se le quiere mediante
un estudio epidemiológico¡) funcione, y creo que así será tanto en cuanto no me
ha “despachado” ya por tanta merma personal como le he impuesto con este
trabajo. Juanma y Maru, mis dos peques, son los reales herederos de esta tesis.
Juanma aún guarda el primer borrador de la misma en un cajón de su escritorio
de hombrecito de siete años, ella apenas si entiende de las largas horas que su
padre pasa ante el ordenador y no en el parque jugando. Confío en que
alguna vez sepan perdonarme estos vacíos,
que tenga tiempo aún para recuperarlos,
y cuando no esté, un tomo viejo en sus librerías les recuerde que además
de quererles, les dediqué lo que sabía hacer, mejor o peor, pero con todo mi
corazón.
Mi madre y hermanos no
han sido ajenos a este trabajo, aunque sea por la pesadez de escucharme hablar
de lo mismo hasta el hastío. Sé que mientras yo tecleaba confortable en mi
despacho, ellos servían en el negocio familiar, sudando y sirviendo, caminando
y corriendo. Un mundo distinto, pero del
que provengo, en el que aprendí el valor del esfuerzo y el calor de una
familia. A ellos les debo lo bueno que pueda haber en mí y en este trabajo, lo
malo…eso es sólo cosa mía.
Finalmente, pero quizá el
más importante, mi padre. Fallecido de modo súbito hace poco y al que no podría dedicar un párrafo
como se merece, porque lo ha sido todo y me sigue acompañando. De él aprendí
que las puertas del cielo están en la ilusión, la que puso en todo en la vida,
la que me transmitió por el trabajo bien hecho. Quiero transcribir aquí unas
palabras escritas un año después de su
muerte, a modo de homenaje, porque las fuerzas no me alcanzan para rememorar
más dolor en esa pérdida: va por tí,
PADRE.
Hay guardias que se
comienzan con un olor especial, otras tienen pequeños huecos que se rellenan de
sonrisas y tristezas y algunas, afortunadamente las menos, se rellenan con
puñales que jamás te abandonan.
Aquel 20 de septiembre,
a media tarde, sonó el teléfono. Una mujer con voz desesperada decía que él no
respiraba, estaba amoratado y la ambulancia no llegaba. Podía notarse la
humedad de sus lágrimas cayendo sobre el micrófono del teléfono y llegando hasta
mi auricular, humedeciendo mi mejilla.
El viejo maletín de
emergencias, gris metalizado y relleno de ampollas, tubos endotraqueales y
laringoscopio, abollado en alguna esquina de tantas carreras alocadas en
dirección a la UCI o a observación, parecía mirarme diciendo «Abandona todo lo
que tengas entre manos y corre, ¡corre!». Corrí, corrimos como locos en una
carretera que seguía un trayecto serpenteante. La conocía bien. Pese a ello,
nuestro destino parecía estar cada vez más lejos, pero no tanto como el de la
ambulancia del centro de salud que tenía dificultades para localizar la
ubicación de la finca.
Una vez que llegamos,
lo vi. Varón, unos 60 años, inmóvil y con las mucosas y zonas acras azuladas
por la cianosis. Reposaba en un sillón, plácida y, a la vez, cruelmente
fallecido: no debía haber ocurrido hacía mucho y aquella maldita carretera no
debió ser tan larga. Tantas cosas no debieron ser...
Del sillón al suelo
frío de mármol, la piel aún caliente, las manchas de humedad en la frente, y la
decisión alocada de «resucitar» como fuera aquel cuerpo inerte. Los libros
nunca me enseñaron que los masajes cardíacos no deben hacerse a los muertos,
tampoco me enseñaron que no se llora mientras se empuja el tórax de un paciente
en ese movimiento maldito que indica que algo no puede ir peor. Aun así, lleno
de rabia, impotencia y lágrimas, hice ese maldito masaje cardíaco, deslicé un
tubo mediano a través de su garganta, inyecté adrenalina y atropina, primero en
la carótida directamente, en la vía… Las
lágrimas no dejaban de caer sobre su frente inmóvil mientras yo masajeaba y la
enfermera daba ambú y así unos largos 45 minutos, a sabiendas de que era mi
primera y memorable resucitación cardiopulmonar a un cadáver.
Un ruido de coche se
acercó con premura al terreno, venía ayuda. «Dos manos más, dos manos más...»,
gritaba mentalmente mientras continuaba las maniobras. La mujer y el hijo
aguardaban a escasos metros, esperando que saliera de un momento a otro para confirmarles
lo estéril de mis maniobras, esperando la frase que anunciara que todo había
terminado mucho antes siquiera de llegar yo.
En un momento
determinado, aquellas pupilas midriáticas como platos me miraron y me dijeron:
«No es la atropina, es que me he marchado, me fui antes de que llegaras.
Detente ya y cuidad de mi mujer». El monitor marcaba asistolia y con más
lágrimas aún le dije a mi ayudante que lo dejara todo.
– ¿Cómo voy a dejarlo
todo? –preguntó también con lágrimas en los ojos.
–Sí, se fue –acerté a decir
quedamente.
Vomité todo lo que
llevaba dentro sobre el viejo cubo de la cocina. A escasa distancia de aquel
hediondo cubo, mi ayudante fumó junto a mí su primer cigarrillo después de años
de abstinencia y, resignados, trasladamos el cuerpo envuelto en una sábana
desde el suelo a una de las camas de la casa, donde esperamos al furgón que lo
trasladó hasta el tanatorio.
No fui capaz de
regresar a la cama donde yacía para retirar un anillo de su dedo, que me pidió
su esposa. No fui capaz de darle un beso cuando salió de aquella fría sala con
destino a su última morada. No fui capaz de tantas cosas...
Cada vez que oigo sonar
el timbre que anuncia la llegada de un paciente crítico al hospital, vuelvo a
sentir el temblor de manos de aquel día, el sudor me sigue embargando, aunque
no las lágrimas –ya no me quedan–. Siempre me digo a mí mismo: «Después de
aquello, pocas cosas aquí podrán ponerte nervioso ya», y suele funcionar,
porque es verdad.
Cuando el furgón partió
con el cuerpo, me acerqué a la familia; me abracé a mi madre y a mi hermano, y
no hizo falta que pronunciara esas manidas palabras que usamos cuando alguien
se nos va. Mi mujer aplastó la colilla de ese su primer cigarro tras largos
años. Y sé que, esté donde esté, mi padre andará comentando orgulloso que su
hijo lo dio todo por él (a él le perdono una mentira así). Yo sí que sé que no
pude salvarle, que ese día sigue oliendo a olivas, las que él sembró allí,
mezcladas con el sabor metálico del puñal que conservaré siempre dentro.
Hasta ahora, como
médico, he descubierto muchas cosas, pero hay algo que vuelve una y otra vez a
mi mente: sobrevivir a un hijo y no salvar a quien te dio la vida duele, duele
mucho...
Juan Manuel García Torrecillas